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El país que despierta

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  Durante décadas, Ecuador ha funcionado con las mismas lógicas. Élites que concentran poder, gobiernos que venden soberanía a cambio de estabilidad, pueblos que resisten desde la precariedad y ciudadanos que, entre la frustración y la costumbre, aprenden a sobrevivir. Nada de eso es nuevo. Lo que cambia no siempre son los hechos, sino la forma en que los percibimos. Lo que antes parecía normal, hoy duele. Y cuando algo duele, es porque ya no encaja con lo que somos. A veces creemos que la indignación surge por un hecho aislado. Una injusticia, una decisión absurda, una noticia que nos golpea. Pero en realidad nace de un proceso más profundo, de haber ampliado la conciencia. Cuando uno empieza a construir algo con sentido (una empresa, un proyecto, una comunidad), se vuelve imposible mirar al país sin sentir responsabilidad. Por eso, a algunos nos importa más ahora. Porque ya no somos simples observadores, somos parte activa del tejido que sufre y se transforma. Quien ha apostado...

Soberanía hipotecada

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En los últimos años, Ecuador ha vuelto a confundir dependencia con diplomacia. Cada nuevo acuerdo que se firma, cada tuit que busca aprobación extranjera, cada visita que promete cooperación, deja la misma sensación amarga. ¿Estamos hipotecando nuestra soberanía a cambio de soluciones rápidas? Ya no hace falta una invasión para perder el control de un país, basta con endeudarlo, condicionarlo o convencerlo de que no puede sobrevivir solo. El discurso oficial habla de alianzas, de cooperación, de “trabajo conjunto por la seguridad hemisférica”. En apariencia, suena sensato. Pero detrás de cada convenio hay una negociación desigual: un país pequeño, endeudado y fragmentado, ofreciendo recursos, concesiones y obediencia a cambio de respaldo militar o financiero. Lo preocupante no es que busquemos apoyo (todo Estado necesita aliados), sino que parezcamos dispuestos a entregar nuestra autonomía a cambio de estabilidad temporal. Las naciones no suelen perder su soberanía de golpe, la van c...

El país que duele

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  En Ecuador estamos viviendo un punto de quiebre. No solo político o económico, un quiebre moral. Nos acostumbramos a sobrevivir entre titulares de violencia, promesas incumplidas y una sensación de cansancio colectivo. Mientras tanto, los discursos oficiales nos piden “confianza”, como si la esperanza fuera un decreto. Pero detrás de las cifras, del marketing y de la retórica de orden, hay algo mucho más profundo que se está rompiendo: la fe en que todavía somos capaces de construir un país juntos. Hoy el miedo se volvió costumbre. Miedo a salir, a hablar, a disentir. Miedo a perder lo poco que queda o a que te señalen por pensar distinto. El poder político (sea cual sea el color del turno) ha aprendido a administrar ese miedo. A llamarlo “orden”, a vestirlo de eficiencia, a usarlo como herramienta para gobernar sin rendir cuentas. Y así, poco a poco, la democracia se vacía. Las instituciones existen, pero ya no representan; el Estado promete seguridad, pero no justicia; el merca...

El espejo del poder

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  Donald Trump no inventó el populismo moderno, lo perfeccionó para la era digital. Su figura no surge del vacío, sino del hartazgo. Del cansancio con una élite política que predica empatía pero legisla para los mismos de siempre. Trump canalizó esa frustración ofreciendo un lenguaje simple para un mundo complejo: enemigo, frontera, orgullo, éxito. Es el primer político del siglo XXI que comprendió que en la era del ruido, la coherencia importa menos que la emoción. No promete resolver, promete vengar . Y en sociedades heridas, esa promesa tiene más fuerza que cualquier plan técnico. La figura de Trump no es un fenómeno exclusivo de EE.UU. Es un arquetipo exportado y tropicalizado en América Latina. De derecha o de izquierda, el guion se repite. Un líder que dice representar “al pueblo traicionado”, que promete limpiar la corrupción y “poner orden”, y que se posiciona como el único capaz de enfrentar al sistema. Pero todos estos seudolíderes beben del mismo caldo de cultivo: la ...

La hipocresía verde

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  Durante años, las empresas han aprendido a hablar el idioma de la sostenibilidad. “Carbono neutral”, “circular”, “ecoamigable” y/o “compromiso con el planeta”. El problema no es el lenguaje, sino su uso como estrategia estética más que ética. El discurso verde se ha convertido en una herramienta para tranquilizar conciencias sin alterar el modelo que genera el daño. El mercado descubrió que la sostenibilidad vende. Hoy, una campaña sobre reciclaje o una promesa de “neutralidad de carbono” pueden mejorar la reputación y aumentar las ventas sin que nada cambie realmente. Las marcas saben que el consumidor moderno quiere sentirse parte de la solución, y el sistema le ofrece exactamente eso: la ilusión de responsabilidad sin incomodidad. Detrás de esa estética verde, muchas compañías siguen operando con las mismas lógicas de siempre. Lo verde se convirtió en una coartada emocional para sostener un modelo extractivo con buena prensa. La hipocresía verde no surge del mal, sino de l...

El fin no justifica los medios

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  En tiempos donde el éxito parece justificar cualquier método, conviene hacer una pausa. Nos hemos acostumbrado a celebrar resultados sin mirar el camino que los produjo. Se premia la rentabilidad aunque haya sido construida sobre la precariedad, la eficiencia aunque implique explotación, la estabilidad aunque dependa del miedo. El discurso moderno ha confundido la estrategia con la ética: mientras funcione, es válido. El éxito (personal, empresarial o político) se mide por resultados inmediatos, no por coherencia, propósito ni consecuencias. Nos hemos acostumbrado a llamar progreso a cualquier cosa que se mueva rápido, aunque deje un rastro de desigualdad, agotamiento o cinismo detrás. Pero cuando un modelo necesita destruir para sostenerse, ya no hablamos de progreso: hablamos de supervivencia maquillada de éxito. El mantra del “resultado a toda costa” se ha infiltrado en todos los niveles: en la política, en las empresas, en la educación y hasta en las relaciones personales....

El precio del progreso

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  Nos han vendido el progreso como una religión. Nos enseñaron a repetir sus rezos: crecimiento, inversión, desarrollo. Nos dijeron que más megaproyectos, más minas y más fábricas equivalen a más futuro. Y lo creímos. Pero nunca nos explicaron que detrás de cada kilómetro asfaltado hay un bosque que ya no respira; que detrás de cada cifra de crecimiento hay una comunidad desplazada; que detrás de cada “avance” hay alguien que paga el precio con su salud, con su tierra o con su silencio. Llamar “progreso” a cualquier expansión económica sin mirar sus consecuencias es, en el fondo, una forma elegante de negación. Nos encanta hablar del futuro, pero seguimos construyéndolo con los restos del pasado. El extractivismo es el modelo más cómodo para un Estado sin visión y para algunas élites sin ética. Saca rápido, gana rápido, gasta rápido. Minería, petróleo, todo lo que pueda venderse se convierte en promesa de “desarrollo”. Pero lo que no se dice es que la rapidez del dinero es invers...