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La economía del atajo

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  En Ecuador, pocas ideas culturales han hecho tanto daño como la viveza criolla . Ese conjunto de prácticas que celebran al que evade, sortea, engaña o manipula “porque así es como se mueve el país”. Lo que muchos consideran astucia es, en realidad, una forma de sabotaje económico con efectos estructurales. La viveza criolla no es solo un problema moral, es un problema empresarial, institucional y de competitividad nacional. En un mundo donde los mercados se globalizan y la eficiencia se diseña con precisión quirúrgica, seguir operando bajo una cultura de atajos es la garantía más segura de fracaso colectivo. La base de cualquier economía sólida es la confianza en las reglas del juego, pero la viveza criolla opera como una fuerza anti-mercado y convierte cada interacción en una excepción. Nada es estándar. Nada es predecible. Lo que afuera se resuelve con un contrato, aquí suele requerir “gestión”, “contactos” o “intermediarios”. Esa fricción mata la competitividad. Puede parece...

La belleza de la pausa

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  Vivimos en un mundo que avanza como si hubiese sido diseñado para máquinas, no para personas. Todo es urgente, inmediato, frenético. La productividad es un credo, la eficiencia un mandamiento, la velocidad una condición moral. En medio de ese ruido permanente, el silencio se ha convertido en un lujo. La quietud, en una rareza. La reflexión, en un acto subversivo. Pero quizá lo más preocupante es que hemos empezado a normalizar este ritmo como si fuera lo natural. Como si nuestro cuerpo no necesitara descanso, como si nuestra mente no reclamara espacio, como si nuestras emociones fueran un estorbo para avanzar. Y es justamente ahí donde comienza la pérdida, cuando dejamos de preguntarnos para qué estamos avanzando y hacia dónde. Mientras el caos y la velocidad nos arrastran, olvidamos que moverse no siempre es progresar. Estamos rodeados de agendas que no son nuestras, metas heredadas y hábitos automáticos. Muchos viven atrapados en una inercia que ni siquiera eligieron. El pro...

El país que despierta

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  Durante décadas, Ecuador ha funcionado con las mismas lógicas. Élites que concentran poder, gobiernos que venden soberanía a cambio de estabilidad, pueblos que resisten desde la precariedad y ciudadanos que, entre la frustración y la costumbre, aprenden a sobrevivir. Nada de eso es nuevo. Lo que cambia no siempre son los hechos, sino la forma en que los percibimos. Lo que antes parecía normal, hoy duele. Y cuando algo duele, es porque ya no encaja con lo que somos. A veces creemos que la indignación surge por un hecho aislado. Una injusticia, una decisión absurda, una noticia que nos golpea. Pero en realidad nace de un proceso más profundo, de haber ampliado la conciencia. Cuando uno empieza a construir algo con sentido (una empresa, un proyecto, una comunidad), se vuelve imposible mirar al país sin sentir responsabilidad. Por eso, a algunos nos importa más ahora. Porque ya no somos simples observadores, somos parte activa del tejido que sufre y se transforma. Quien ha apostado...

Soberanía hipotecada

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En los últimos años, Ecuador ha vuelto a confundir dependencia con diplomacia. Cada nuevo acuerdo que se firma, cada tuit que busca aprobación extranjera, cada visita que promete cooperación, deja la misma sensación amarga. ¿Estamos hipotecando nuestra soberanía a cambio de soluciones rápidas? Ya no hace falta una invasión para perder el control de un país, basta con endeudarlo, condicionarlo o convencerlo de que no puede sobrevivir solo. El discurso oficial habla de alianzas, de cooperación, de “trabajo conjunto por la seguridad hemisférica”. En apariencia, suena sensato. Pero detrás de cada convenio hay una negociación desigual: un país pequeño, endeudado y fragmentado, ofreciendo recursos, concesiones y obediencia a cambio de respaldo militar o financiero. Lo preocupante no es que busquemos apoyo (todo Estado necesita aliados), sino que parezcamos dispuestos a entregar nuestra autonomía a cambio de estabilidad temporal. Las naciones no suelen perder su soberanía de golpe, la van c...

El país que duele

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  En Ecuador estamos viviendo un punto de quiebre. No solo político o económico, un quiebre moral. Nos acostumbramos a sobrevivir entre titulares de violencia, promesas incumplidas y una sensación de cansancio colectivo. Mientras tanto, los discursos oficiales nos piden “confianza”, como si la esperanza fuera un decreto. Pero detrás de las cifras, del marketing y de la retórica de orden, hay algo mucho más profundo que se está rompiendo: la fe en que todavía somos capaces de construir un país juntos. Hoy el miedo se volvió costumbre. Miedo a salir, a hablar, a disentir. Miedo a perder lo poco que queda o a que te señalen por pensar distinto. El poder político (sea cual sea el color del turno) ha aprendido a administrar ese miedo. A llamarlo “orden”, a vestirlo de eficiencia, a usarlo como herramienta para gobernar sin rendir cuentas. Y así, poco a poco, la democracia se vacía. Las instituciones existen, pero ya no representan; el Estado promete seguridad, pero no justicia; el merca...

El espejo del poder

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  Donald Trump no inventó el populismo moderno, lo perfeccionó para la era digital. Su figura no surge del vacío, sino del hartazgo. Del cansancio con una élite política que predica empatía pero legisla para los mismos de siempre. Trump canalizó esa frustración ofreciendo un lenguaje simple para un mundo complejo: enemigo, frontera, orgullo, éxito. Es el primer político del siglo XXI que comprendió que en la era del ruido, la coherencia importa menos que la emoción. No promete resolver, promete vengar . Y en sociedades heridas, esa promesa tiene más fuerza que cualquier plan técnico. La figura de Trump no es un fenómeno exclusivo de EE.UU. Es un arquetipo exportado y tropicalizado en América Latina. De derecha o de izquierda, el guion se repite. Un líder que dice representar “al pueblo traicionado”, que promete limpiar la corrupción y “poner orden”, y que se posiciona como el único capaz de enfrentar al sistema. Pero todos estos seudolíderes beben del mismo caldo de cultivo: la ...

La hipocresía verde

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  Durante años, las empresas han aprendido a hablar el idioma de la sostenibilidad. “Carbono neutral”, “circular”, “ecoamigable” y/o “compromiso con el planeta”. El problema no es el lenguaje, sino su uso como estrategia estética más que ética. El discurso verde se ha convertido en una herramienta para tranquilizar conciencias sin alterar el modelo que genera el daño. El mercado descubrió que la sostenibilidad vende. Hoy, una campaña sobre reciclaje o una promesa de “neutralidad de carbono” pueden mejorar la reputación y aumentar las ventas sin que nada cambie realmente. Las marcas saben que el consumidor moderno quiere sentirse parte de la solución, y el sistema le ofrece exactamente eso: la ilusión de responsabilidad sin incomodidad. Detrás de esa estética verde, muchas compañías siguen operando con las mismas lógicas de siempre. Lo verde se convirtió en una coartada emocional para sostener un modelo extractivo con buena prensa. La hipocresía verde no surge del mal, sino de l...