El espejo del poder
Donald Trump no
inventó el populismo moderno, lo perfeccionó para la era digital. Su figura no
surge del vacío, sino del hartazgo. Del cansancio con una élite política que
predica empatía pero legisla para los mismos de siempre. Trump canalizó esa
frustración ofreciendo un lenguaje simple para un mundo complejo: enemigo,
frontera, orgullo, éxito. Es el primer político del siglo XXI que comprendió
que en la era del ruido, la coherencia importa menos que la emoción. No promete
resolver, promete vengar. Y en sociedades heridas, esa promesa tiene más
fuerza que cualquier plan técnico.
La figura de Trump no
es un fenómeno exclusivo de EE.UU. Es un arquetipo exportado y tropicalizado en
América Latina. De derecha o de izquierda, el guion se repite. Un líder que dice
representar “al pueblo traicionado”, que promete limpiar la corrupción y “poner
orden”, y que se posiciona como el único capaz de enfrentar al sistema. Pero
todos estos seudolíderes beben del mismo caldo de cultivo: la desconfianza y la
desilusión. Y todos entienden que el poder hoy no se conquista con ideas, sino
con identidad emocional.
El populismo
contemporáneo no ofrece una visión de futuro, sino una narrativa de enemigo. En
el caso de Trump, el enemigo es el inmigrante, el globalismo, los “woke”. En
América Latina, el enemigo es la oligarquía, el FMI o el Estado mismo, según el
lado del discurso. Pero el patrón es el mismo, la política deja de ser una
conversación para convertirse en una guerra de símbolos. Y en esa guerra, la
verdad ya no importa. Importa quién grita más fuerte o quién tenga más presupuesto. Las redes sociales
reemplazaron los parlamentos, la política se volvió performática. El
resultado es un tipo de liderazgo adictivo y volátil, donde la indignación
reemplaza la reflexión.
Estos liderazgos
comparten una misma trampa: la idea de que el fin (el orden, la eficiencia, el
crecimiento) justifica cualquier medio. Así, se naturaliza la
concentración de poder, la desinformación y el desprecio a las instituciones. Distintos
contextos, misma raíz. la confusión entre autoridad y autoritarismo. Lo que
venden como “ruptura” es en realidad un reciclaje del viejo poder, pero sin
moderadores. Y lo más peligroso no es el líder, es la sociedad que lo celebra.
Detrás del fenómeno
hay una dimensión más profunda: la orfandad colectiva. Después de décadas de promesas incumplidas, millones sienten que nadie los
ve. El Estado no llega, la empresa los explota, la democracia no mejora su
vida. Y cuando la gente se siente abandonada, prefiere un líder que mienta con
convicción a uno que diga la verdad sin esperanza. Esa es la paradoja moral de
nuestro tiempo, la mentira emocional se volvió más persuasiva que la verdad
racional.
El caso Trump (y sus
equivalentes latinoamericanos) revela que el problema no es solo político, sino
cultural y espiritual. Mientras el éxito siga siendo el criterio moral, la
arrogancia seguirá pareciendo liderazgo. Mientras la pobreza se vea como
fracaso individual, y no como síntoma estructural, el resentimiento seguirá
siendo el combustible de los “salvadores”. Y mientras el ciudadano delegue su
poder en busca de un mesías, la democracia será un teatro sin alma.
No necesitamos más
“hombres fuertes”. Necesitamos instituciones fuertes y comunidades conscientes.
El reto es recuperar la dimensión ética del progreso. Entender que
gobernar no es imponer, sino cuidar; que crecer no es acumular, sino
distribuir; y que la verdadera autoridad no se mide por el control, sino por la
confianza que inspira. El liderazgo del futuro (si queremos tener uno) deberá
unir tres cosas que el populismo separó: libertad, justicia y verdad. Sin libertad, la justicia se vuelve tiranía. Sin justicia, la libertad se
vuelve privilegio. Y sin verdad, ambas se convierten en teatro.
Trump y sus reflejos regionales no son anomalías, son diagnósticos vivos. Son la prueba de que el poder sin ética sigue siendo la droga más adictiva del mundo. Y también son una advertencia. Si no cultivamos pensamiento crítico, educación cívica y ética pública, el vacío lo llenará siempre el ruido. Porque los pueblos que olvidan lo esencial (la dignidad, la verdad y la compasión) terminan celebrando su propia sumisión, creyendo que es libertad.

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