El país que duele

 


En Ecuador estamos viviendo un punto de quiebre. No solo político o económico, un quiebre moral. Nos acostumbramos a sobrevivir entre titulares de violencia, promesas incumplidas y una sensación de cansancio colectivo. Mientras tanto, los discursos oficiales nos piden “confianza”, como si la esperanza fuera un decreto. Pero detrás de las cifras, del marketing y de la retórica de orden, hay algo mucho más profundo que se está rompiendo: la fe en que todavía somos capaces de construir un país juntos. Hoy el miedo se volvió costumbre. Miedo a salir, a hablar, a disentir. Miedo a perder lo poco que queda o a que te señalen por pensar distinto. El poder político (sea cual sea el color del turno) ha aprendido a administrar ese miedo. A llamarlo “orden”, a vestirlo de eficiencia, a usarlo como herramienta para gobernar sin rendir cuentas. Y así, poco a poco, la democracia se vacía. Las instituciones existen, pero ya no representan; el Estado promete seguridad, pero no justicia; el mercado promete crecimiento, pero no bienestar. La gente sobrevive, pero ya no confía.

Se nos repite que el país avanza: récords de exportación, cifras positivas. Pero el progreso no se mide solo en balances. Si para “avanzar” hay que callar al que protesta, contaminar un río o precarizar el trabajo, entonces ese progreso no es desarrollo: es deuda moral. Ecuador es un país que exporta materia prima, pero importa futuro. Mientras celebramos los indicadores macroeconómicos, miles de campesinos quiebran, y la desigualdad crece disfrazada de eficiencia. El modelo extractivo sigue siendo el mismo de siempre: crecer rápido, aunque duela lento. Vivimos una época donde lo práctico parece más importante que lo correcto. Nos dicen que no hay tiempo para ética, que la moral estorba, que el fin justifica los medios. Pero los países que confunden eficacia con sabiduría terminan repitiendo los errores que juraron superar. El problema no es querer orden, el problema es construirlo sobre la humillación. No es buscar crecimiento, es hacerlo destruyendo la base que lo hace posible: la confianza social, la educación, la justicia. El pragmatismo sin ética puede dar resultados inmediatos, pero destruye los cimientos del futuro.

Ecuador está siendo gobernado bajo una lógica empresarial del poder: resultados, eficiencia, comunicación e imagen. Pero el Estado no es una empresa y la sociedad no es una nómina. Cuando el marketing reemplaza a la política, el país se vuelve un producto, y cuando la seguridad se mide en encuestas, la justicia se vuelve propaganda. El gobierno representa la nueva versión del viejo populismo: no grita, pero concentra poder; no polariza con rabia, sino con indiferencia; no promete revolución, sino “gestión sin política”. Y ese modelo (aparentemente sensato) es quizás el más peligroso: el que no se presenta como autoritarismo, pero actúa sin diálogo, sin escucha y sin empatía. El país está dividido, pero no por ideología, por desconfianza. Los que gobiernan no escuchan y los que protestan no creen. El poder se victimiza y el pueblo se cansa. En medio, el país real (el que siembra, el que educa, el que crea) sigue sosteniendo todo en silencio. Pero el silencio también se agota. Y cuando eso ocurra, no habrá campaña ni spot que lo contenga.

El Ecuador no necesita más discursos de eficiencia ni nuevos planes de inversión. Necesita liderazgo ético, diálogo real y visión de país. Necesita recordar que la democracia no se defiende con armas, sino con escucha; que el progreso no se mide en toneladas, sino en dignidad; y que el desarrollo no sirve de nada si no mejora la vida de quienes lo sostienen. La solución no está en más Estado ni en menos Estado: está en un Estado decente. Uno que sirva, no que se sirva. Uno que inspire confianza, no vergüenza. A pesar de todo, este país sigue lleno de vida. De gente que emprende, que enseña, que resiste. De jóvenes que no se conforman y comunidades que siguen sembrando. El futuro no está perdido, está esperando que dejemos de delegarlo. Porque el país no cambia con un nuevo presidente o una nueva constitución, cambia cuando cambia la conciencia colectiva. Necesitamos recuperar la ética como motor, la empatía como método y la verdad como punto de partida. No hay éxito sin integridad, ni orden sin justicia, ni progreso sin humanidad. Porque al final, ningún modelo, ningún líder y ningún gobierno puede salvarnos de algo tan simple y tan urgente: el poder es servicio, no marketing.

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