El país que despierta

 

Durante décadas, Ecuador ha funcionado con las mismas lógicas. Élites que concentran poder, gobiernos que venden soberanía a cambio de estabilidad, pueblos que resisten desde la precariedad y ciudadanos que, entre la frustración y la costumbre, aprenden a sobrevivir. Nada de eso es nuevo. Lo que cambia no siempre son los hechos, sino la forma en que los percibimos. Lo que antes parecía normal, hoy duele. Y cuando algo duele, es porque ya no encaja con lo que somos.

A veces creemos que la indignación surge por un hecho aislado. Una injusticia, una decisión absurda, una noticia que nos golpea. Pero en realidad nace de un proceso más profundo, de haber ampliado la conciencia. Cuando uno empieza a construir algo con sentido (una empresa, un proyecto, una comunidad), se vuelve imposible mirar al país sin sentir responsabilidad. Por eso, a algunos nos importa más ahora. Porque ya no somos simples observadores, somos parte activa del tejido que sufre y se transforma. Quien ha apostado por un modelo basado en la coherencia y la regeneración no puede mirar con indiferencia un sistema que normaliza la destrucción. Lo que antes se veía como “lo que siempre fue”, ahora se revela como lo que nunca debió ser.

Durante años, el país funcionó anestesiado con discursos de progreso que ocultaban explotación, con una institucionalidad débil disfrazada de democracia, con promesas de modernidad que llegaban siempre a medias. Hoy la anestesia se acabó. La violencia, el colapso ambiental, la pérdida de soberanía y la desigualdad ya no son datos lejanos, son realidades cotidianas. Y ese contacto con la verdad (cruda, incómoda, urgente) duele, pero también despierta. Porque el dolor no es señal de debilidad, sino de conciencia. Solo quienes aún conservan sensibilidad pueden sentir la fractura del país como propia. Los demás la ignoran o la justifican.

Ecuador ha aprendido a vivir con su contradicción: exigir cambios, pero temer a las transformaciones reales. Esa herencia de resignación colectiva es el resultado de siglos de dependencia, primero económica, luego política, ahora ideológica. Nos acostumbramos a gobiernos que gobiernan para otros, a leyes escritas para intereses privados, a discursos de orden que encubren desigualdad. Pero algo ha empezado a moverse. Cada vez más voces se niegan a aceptar que el país funcione “como siempre”. Porque lo de siempre ya no basta. Y cuando una generación decide cuestionar el modo en que se hacen las cosas (aunque no tenga todas las respuestas), empieza a construir soberanía desde lo ético.

El dolor, cuando se comprende, se convierte en fuerza. Nos obliga a mirar con profundidad lo que el ruido superficial oculta. Nos empuja a pensar distinto, a actuar distinto, a no aceptar la mediocridad como destino. Que te duela el país no es una carga, es un privilegio. Significa que no te has rendido al cinismo. Que aún crees que la ética puede ser una ventaja competitiva, que la regeneración puede reemplazar al extractivismo, que el bien común no es una utopía sino una estrategia de supervivencia. Esa incomodidad es la señal más clara de que la conciencia está despierta.

Decir que “así siempre ha sido” no debería ser un argumento, sino una advertencia. Los países no cambian cuando se hartan del mal, sino cuando se cansan de justificarlo. Y cada persona que deja de justificar (que elige la coherencia sobre la comodidad, la verdad sobre la conveniencia) empieza a cambiar la ecuación. Por eso importa tanto ahora. Porque la lucidez no se puede desaprender. Porque cuando la conciencia crece, la indiferencia se vuelve imposible. Y porque amar un país no es idealizarlo, sino tener el valor de verlo con sus heridas abiertas y seguir apostando por su sanación.

Lo que siempre fue igual, ya no lo es. El país no cambió, cambiamos nosotros. Y ese cambio interior (ese punto en que la impotencia se transforma en propósito) es el verdadero inicio de toda revolución ética. No hay que pedirle menos a Ecuador, hay que pedirnos más a nosotros mismos. Porque cuando un pueblo deja de conformarse, deja de ser súbdito y empieza a ser nación.

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