Soberanía hipotecada

En los últimos años, Ecuador ha vuelto a confundir dependencia con diplomacia. Cada nuevo acuerdo que se firma, cada tuit que busca aprobación extranjera, cada visita que promete cooperación, deja la misma sensación amarga. ¿Estamos hipotecando nuestra soberanía a cambio de soluciones rápidas? Ya no hace falta una invasión para perder el control de un país, basta con endeudarlo, condicionarlo o convencerlo de que no puede sobrevivir solo. El discurso oficial habla de alianzas, de cooperación, de “trabajo conjunto por la seguridad hemisférica”. En apariencia, suena sensato. Pero detrás de cada convenio hay una negociación desigual: un país pequeño, endeudado y fragmentado, ofreciendo recursos, concesiones y obediencia a cambio de respaldo militar o financiero. Lo preocupante no es que busquemos apoyo (todo Estado necesita aliados), sino que parezcamos dispuestos a entregar nuestra autonomía a cambio de estabilidad temporal.

Las naciones no suelen perder su soberanía de golpe, la van cediendo en cuotas. Primero son los préstamos condicionados, luego las bases de cooperación militar, después las reformas “recomendadas” por organismos internacionales o gobiernos aliados. Y cuando finalmente se intenta decidir algo en función del interés nacional, ya no hay margen: todo está comprometido, firmado o hipotecado. En Ecuador, esa historia se repite. Antes fue la deuda externa, luego el petróleo, hoy es la seguridad. Y lo más grave no es el endeudamiento, sino el relato que lo justifica. Nos dicen que sin “asistencia” no podríamos enfrentar al crimen organizado, que sin inversión extranjera no podríamos crecer, que sin aprobación internacional no podríamos gobernar. Pero esa narrativa instala una idea peligrosa, la soberanía empieza a parecer un lujo y no un derecho.

El “pragmatismo” se ha convertido en una coartada moral. Bajo su sombra, se normaliza cualquier concesión si promete resultados inmediatos: más seguridad, más empleo, más inversión. Pero lo que es pragmático en el corto plazo puede ser destructivo en el largo. Un país que subordina sus decisiones a la voluntad de potencias extranjeras termina perdiendo la capacidad de pensar por sí mismo.  El gobierno ecuatoriano busca apoyo militar y financiero para enfrentar una crisis real, pero el costo simbólico y político es alto, porque se proyecta una imagen de obediencia más que de alianza. Y cuando un presidente ecuatoriano habla de “luchar lado a lado” con el presidente de otro país, lo que está en juego no es solo una frase diplomática, es una señal de alineamiento ideológico que condiciona nuestras decisiones internas.

No toda cooperación implica subordinación, pero toda dependencia comienza disfrazada de cooperación. Aceptar ayuda no es el problema, el problema es no fijar los límites. Porque cuando la seguridad depende de fuerzas externas, la política económica de acreedores, y la legitimidad de los aplausos foráneos, el Estado se vacía de poder real. La soberanía se convierte entonces en un discurso nostálgico, útil solo para los discursos patrióticos o las fechas cívicas. Y mientras tanto, las decisiones clave (qué producimos, qué exportamos, qué leyes se aprueban, cómo se regula la minería o la banca) se definen fuera del territorio o bajo presión internacional. Y eso no es globalización, es servidumbre moderna.

La defensa de la soberanía no puede quedar solo en manos del Estado, porque el Estado mismo puede ser quien la negocie. Defender la soberanía hoy significa exigir transparencia, fiscalización, consulta y rendición de cuentas. Significa entender que no hay independencia económica sin justicia social, ni independencia política sin instituciones fuertes. Un país que entrega sus decisiones fundamentales a otros no está avanzando, está sobreviviendo bajo tutela. La ciudadanía tiene que aprender a ver el costo oculto de los acuerdos. Cada tratado, cada préstamo, cada operación de “asistencia técnica” debe evaluarse no solo en cifras, sino en términos de poder, autonomía y consecuencias futuras.

Ecuador necesita aliados, sí, pero ningún aliado debe sustituir nuestra voz propia. Cooperar no significa obedecer, y la soberanía no es un estorbo para el progreso, sino su condición mínima. El verdadero desarrollo no se mide por cuántas potencias nos apoyan, sino por cuán libres somos para decidir nuestro destino. Mientras sigamos vendiendo decisiones en nombre del “pragmatismo” o la “seguridad”, estaremos hipotecando lo único que un país verdaderamente posee, su dignidad. Y cuando un pueblo se acostumbra a que otros piensen y decidan por él, la libertad deja de ser un derecho y se convierte en un recuerdo.


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