El precio del progreso

 


Nos han vendido el progreso como una religión. Nos enseñaron a repetir sus rezos: crecimiento, inversión, desarrollo. Nos dijeron que más megaproyectos, más minas y más fábricas equivalen a más futuro. Y lo creímos. Pero nunca nos explicaron que detrás de cada kilómetro asfaltado hay un bosque que ya no respira; que detrás de cada cifra de crecimiento hay una comunidad desplazada; que detrás de cada “avance” hay alguien que paga el precio con su salud, con su tierra o con su silencio. Llamar “progreso” a cualquier expansión económica sin mirar sus consecuencias es, en el fondo, una forma elegante de negación. Nos encanta hablar del futuro, pero seguimos construyéndolo con los restos del pasado.

El extractivismo es el modelo más cómodo para un Estado sin visión y para algunas élites sin ética. Saca rápido, gana rápido, gasta rápido. Minería, petróleo, todo lo que pueda venderse se convierte en promesa de “desarrollo”. Pero lo que no se dice es que la rapidez del dinero es inversamente proporcional a la duración del bienestar. Se extrae en una década lo que costó millones de años en formarse. Y se destruye en una generación lo que tardará siglos en sanar. Nos dicen que “no hay alternativa”. Que hay que elegir entre desarrollo o pobreza. Pero no hay pobreza más profunda que la de un país que vende su alma a cambio de divisas. El extractivismo es la versión moderna de la conquista: cambian los trajes, pero no las lógicas. Ayer eran los colonizadores, hoy son los consorcios. Y el discurso es el mismo: “traemos progreso”.

El costo no está en las planillas ni en los balances, está en las vidas. En las familias que pierden sus ríos, sus cultivos, su idioma. En las comunidades que pasan de productoras a mendigas del Estado. En los jóvenes que emigran porque la tierra ya no da, y en los que se quedan, resignados, viendo pasar los camiones que llevan lo que alguna vez fue suyo. Nos hablan de empleos, pero nunca de dependencia. De inversiones, pero nunca de desarraigo. De infraestructura, pero nunca de identidad. Y mientras tanto, los que se atreven a reclamar son etiquetados como “obstáculo”, “retraso”, “radicales” o “terroristas”. Pero ¿qué otra cosa puede hacer un pueblo que se siente ignorado, sino resistir? La resistencia no es odio. Es memoria. Es la manera más digna de decir: “basta”.

El progreso industrializado trae consigo un espejismo. Produce riqueza en cifras, pero no en vidas. Lo que se contabiliza en millones de dólares se pierde en millones de litros de agua. Lo que sube en las gráficas del PIB baja en las montañas, en los suelos, en los cuerpos. El aire que respiramos, el agua que bebemos, los polinizadores que sostienen la agricultura, los bosques que moderan el clima… todo eso también tiene un precio, solo que lo pagamos más tarde, y con intereses. El problema no es solo económico, es civilizatorio: seguimos creyendo que se puede construir bienestar destruyendo el hogar que nos lo da.

Nos hicieron creer que el fin justifica los medios, que el sacrificio ambiental es “temporal”, que el dolor social es “parte del proceso”. Nos volvimos expertos en justificar la injusticia con el lenguaje de la eficiencia. Y así normalizamos lo inaceptable: represión, corrupción, devastación. Pero ningún modelo económico que necesita oprimir para sostenerse merece llamarse progreso. No hay desarrollo posible cuando el crecimiento se mide en litros de sangre o en hectáreas deforestadas. El problema no es querer crecer. El problema es crecer sin alma, sin memoria y sin límites.

Cada cierto tiempo alguien menciona a países “desarrollados”. Los usan como amuletos para justificar políticas que ignoran el contexto. Pero esos países no se levantaron privatizando sus montañas ni entregando sus ríos a corporaciones. Se levantaron invirtiendo en educación, tecnología, institucionalidad y disciplina fiscal, no en saqueo autorizado. El verdadero desarrollo empieza cuando un país deja de comportarse como una cantera y empieza a pensarse como una comunidad. Ecuador no es pobre por falta de recursos. Es pobre por la forma en que los ha entregado. Por un Estado que confunde autoridad con fuerza, y por élites que confunden libertad con impunidad.

El futuro no está en prohibir ni en extraer, sino en transformar. En agregar valor localmente, en producir con respeto, en exportar conocimiento y no solo materia prima. En redistribuir con justicia, en invertir en educación rural, en infraestructura humana. En entender que la economía no es solo números: es tierra, aire, agua, cultura, tiempo y dignidad. El país que queremos no se construye con discursos ni con bulldozers, sino con coherencia. Con la capacidad de mirar el pasado sin romanticismo y el futuro sin cinismo.

El progreso verdadero no es rápido, ni cómodo, ni barato. Exige sacrificios, sí, pero también visión, responsabilidad y ética. No podemos seguir llamando “inversión” a lo que nos empobrece en silencio. Ni “empleo” a lo que esclaviza por necesidad. Si queremos un país que valga la pena, debemos aprender a pagar el precio correcto del progreso: el de la honestidad, el de la transparencia, el de la justicia y el de la paciencia. Porque el desarrollo que no respeta su base natural y social no es progreso: es deuda. Y esa deuda (como siempre) la pagan los que menos tienen y los que más necesitan.

El progreso real no debería medirse en cifras, sino en conciencia. En cuánta vida queda después del “avance”. En si, después de crecer, todavía queda algo que valga la pena cuidar.

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