La economía del atajo
En Ecuador, pocas ideas culturales han hecho
tanto daño como la viveza criolla. Ese conjunto de prácticas que
celebran al que evade, sortea, engaña o manipula “porque así es como se mueve
el país”. Lo que muchos consideran astucia es, en realidad, una forma de
sabotaje económico con efectos estructurales. La viveza criolla no es solo un
problema moral, es un problema empresarial, institucional y de competitividad
nacional. En un mundo donde los mercados se globalizan y la eficiencia se
diseña con precisión quirúrgica, seguir operando bajo una cultura de atajos es
la garantía más segura de fracaso colectivo.
La base de cualquier economía sólida es la confianza
en las reglas del juego, pero la viveza criolla opera como una fuerza
anti-mercado y convierte cada interacción en una excepción. Nada es estándar.
Nada es predecible. Lo que afuera se resuelve con un contrato, aquí suele
requerir “gestión”, “contactos” o “intermediarios”. Esa fricción mata la
competitividad. Puede parecer que la viveza tiene retorno inmediato individual,
pero genera una pérdida masiva colectiva. Ecuador no es pobre por falta de
recursos. Es pobre porque su sistema premia al que rompe las reglas y castiga
al que opera derecho. Un país donde gana el tramposo es un país que expulsa
talento, honestidad e innovación. Así se destruye el ecosistema emprendedor
desde la raíz.
Donde reina la trampa, nadie invierte a largo
plazo. Las empresas que intentan hacer las cosas bien terminan compitiendo
contra una cultura económica orientada a la inmediatez. Sin embargo, el futuro
no puede construirse desde el atajo. En entornos de viveza criolla, quien
asciende no es el mejor, sino el más hábil para manipular, evitar
responsabilidad o “mover palancas”. La viveza nace de una cultura donde parecer
importa más que ser. Lamentablemente, no basta con leyes, hace falta que
se respeten. Sin cumplimiento, no hay confianza. De la misma forma, la viveza
destruye el mérito, y cuando se premia el atajo, se extingue la excelencia. Entonces,
el verdadero atraso es psicológico, no económico.
La viveza criolla se sostiene en creencias
tóxicas:
1. “Mientras funcione, está bien.”
Esa frase es la tumba de la ética y de la excelencia.
2. “Yo me salvo, que se joda el resto.”
Así no se construyen mercados, se construyen junglas.
3. “El más vivo gana.”
Falso. El más vivo destruye el terreno donde podría ganar.
4. “Todos lo hacen.”
El mantra perfecto para nunca cambiar nada.
Nos encanta culpar al Estado, a los impuestos,
a los políticos, a la burocracia. Y sí, todo eso importa, pero hay algo más
profundo: ningún país prospera si socialmente desprecia al que hace las cosas
bien. Aquí se llama “bobo” al que cumple la ley. Se castiga al que dice la
verdad. Se excluye al que piensa con rigor y se exalta al que “se las sabe
todas”. Esa no es viveza, es suicidio cultural. Mientras el mundo exige
disciplina, visión, trabajo profundo y sofisticación técnica, muchos siguen
creyendo que “ser vivo” es un modelo válido para triunfar. Mientras otros
países construyen instituciones, nosotros celebramos al que se las salta. Mientras
otros premian la excelencia, nosotros premiamos la astucia barata del que logra
“ganar” sin merecerlo. Y así, generación tras generación, la viveza criolla se
convierte en un sistema operativo que contamina empresas, gobiernos,
universidades y mercados.
La viveza criolla es la renuncia colectiva a
imaginar un país mejor. El vivo gana hoy, el país pierde por décadas, y mientras
sigamos admirando al que “se pasa de listo” y burlándonos del que cumple la
ley, no habrá reforma económica que nos salve. La viveza es un freno
estructural al desarrollo y superarla requiere decisiones individuales y
empresariales coherentes. El día en que respetar las reglas sea signo de
inteligencia (y no de ingenuidad) ese día empezará el desarrollo real. El
enemigo está adentro, Ecuador es un pueblo saboteándose a sí mismo. No hay país
competitivo sin ética colectiva. No hay progreso sin confianza, y
definitivamente, no hay futuro construible desde la trampa.

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