Las Ruinas del Dogma: Un Llamado a Despertar
El socialismo, en su forma más radicalizada y mal ejecutada, ha demostrado ser un sistema capaz de generar profundas heridas en el tejido social, económico y moral de las naciones. Lo que comienza como una promesa de justicia y equidad puede transformarse en un mecanismo de control total, en el que el Estado no solo regula la economía, sino que moldea la cultura, sofoca la disidencia y manipula la conciencia colectiva. George Orwell lo retrató con claridad inquietante en 1984, donde la verdad se convierte en una construcción del poder y pensar diferente es considerado un crimen. Esta ficción se ha vuelto espejo de muchas realidades en nuestra región, donde se ha perdido el equilibrio entre lo público y lo privado, entre la justicia social y la libertad individual.
Este control suele estar justificado con la idea de proteger al pueblo del “enemigo externo o interno”, creando una narrativa que divide constantemente entre “nosotros y ellos”. La manipulación de los valores, entonces, no se hace evidente a primera vista: se disfraza de patriotismo, solidaridad o justicia social. Pero en su raíz, lo que busca es el mantenimiento del poder a través del miedo y la dependencia. Así, lo que empieza como un discurso de igualdad puede terminar convirtiéndose en un sistema que exige obediencia ciega, donde la libertad de pensamiento y la diversidad de ideas se vuelven peligrosas. El caso venezolano es emblemático. Con vastas reservas de petróleo y recursos naturales, el país tenía todas las condiciones para desarrollarse, pero la escasez de alimentos, medicinas y productos básicos se volvió parte de la vida cotidiana.
Cuando el poder se concentra y no existen contrapesos reales, la corrupción se convierte en la regla y no en la excepción. En regímenes socialistas autoritarios, esta corrupción adquiere una dimensión estructural. Se encarna en gobiernos como el del correísmo en Ecuador, donde el discurso de inclusión sirvió de velo para redes de enriquecimiento ilícito, manipulaciones judiciales y pactos oscuros con actores criminales. El caso "Sobornos 2012-2016" reveló un esquema de sobornos que involucraba a altos funcionarios del gobierno de Rafael Correa, resultando en su condena a ocho años de prisión por cohecho agravado. Además, el caso "Metástasis" evidenció la infiltración del narcotráfico en el sistema judicial ecuatoriano, con la detención de jueces, fiscales y policías por delincuencia organizada. De esta manera, se destapó la profundidad con la que el narcotráfico se ha infiltrado en las instituciones, debilitando los fundamentos mismos de la democracia. Y mientras el pueblo lucha por justicia, quienes tienen el poder escapan al juicio y se refugian en países lejanos, protegidos por mecanismos legales y políticos.
En gobiernos de corte autoritario o populista, donde la transparencia es mínima y la crítica se castiga, el narcotráfico encuentra un terreno fértil para operar, financiar campañas y manipular políticas públicas desde dentro, aunque este fenómeno no es exclusivo de Ecuador. En Venezuela, múltiples informes vinculan al régimen con actividades de narcotráfico a través del llamado "Cartel de los Soles", una red de militares de alto rango. La consecuencia es una doble traición al pueblo: primero, al empobrecer al país con políticas ineficaces, y segundo, al entregarlo al crimen organizado como única alternativa de poder real. En estas condiciones, la lucha contra la corrupción no puede ser parcial ni simbólica. En estos casos, se requiere reconstruir el Estado desde sus raíces, empezando por devolver la justicia a manos de instituciones independientes y con coraje ciudadano.
El impacto económico de este modelo también es devastador. En países como Venezuela, la aplicación extrema de políticas socialistas provocó una de las peores crisis económicas del siglo XXI. El control de precios, la expropiación de empresas, la impresión desmedida de dinero y la persecución a la iniciativa privada destruyeron el aparato productivo, generando hiperinflación, escasez y pobreza generalizada. Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en 2018 Venezuela registró una tasa de inflación anual del 130.060,2%, la más alta en la historia de la región, pero en lugar de revisar sus decisiones, se intensificaron las mismas políticas fallidas, con la excusa del "enemigo externo". El populismo se alimenta de este discurso, mientras el ciudadano de a pie paga el precio con su dignidad.
Lo más preocupante es cómo, desde el poder, se justifican estos fracasos. Se señala a los enemigos externos —el "imperialismo", el "bloqueo", la "guerra económica"— para evadir la responsabilidad propia. Así, los errores de política se convierten en dogmas, inmunes al análisis o la rectificación. En muchos casos, quienes critican son acusados de traidores, y la democracia se degrada a una fachada donde solo existe una voz permitida; y en lugar de corregir el rumbo, los gobiernos que caen en esta lógica profundizan el intervencionismo, creando círculos viciosos que agravan el problema: a mayor crisis, mayor control; a mayor control, menor libertad económica; a menor libertad, más miseria. Este patrón se repite donde se impone el dogma sobre el pragmatismo, y donde el Estado olvida que su rol no es dirigir la economía, sino garantizar condiciones justas para que las personas puedan desarrollarse con dignidad y autonomía.
A esta debacle se suma el agotamiento progresivo de los recursos. No solo los financieros, como ocurrió en Bolivia con el vaciamiento de las reservas internacionales, sino también los institucionales y humanos: los organismos públicos pierden eficiencia y los funcionarios se convierten en burócratas al servicio de intereses políticos. En 2023, las reservas internacionales netas de Bolivia cayeron a mínimos históricos, registrando 3.158 millones de dólares hasta abril y, según estimaciones, 2.164 millones de dólares en junio. Las estructuras del Estado se degradan, los profesionales huyen del país y la esperanza se diluye entre generaciones que crecen sin futuro. Pero la verdadera tragedia es que este modelo no solo agota los recursos del presente, sino que hipotecan el futuro. Se destruye el tejido productivo, se debilita la credibilidad internacional, y se hereda a las futuras generaciones un Estado endeudado, una economía paralizada y una sociedad rota. Todo esto en nombre de una “revolución” que no supo —o no quiso— evolucionar, se sacrifica el mañana por sostener un poder hoy.
La historia latinoamericana está llena de lecciones. Nos ha mostrado que ningún pueblo está exento de ser seducido por promesas de igualdad que se convierten en miseria, o de justicia que termina siendo impunidad para unos pocos. Tras observar las consecuencias del socialismo mal ejecutado —el control excesivo, la corrupción enquistada, los colapsos económicos y el agotamiento de los recursos—, se hace urgente una reflexión profunda, no solo sobre los modelos de gobierno, sino sobre los valores que los sustentan. El problema no es solo ideológico o económico: es ético (humano). Sin embargo, el cambio no llega con discursos ni con imposiciones. Nace cuando cada ciudadano empieza a entender que su voz importa, que su libertad no es negociable, y que nadie puede sustituir su responsabilidad individual y colectiva de construir un país justo.
Ante este panorama, la salida no es caer en el extremo opuesto, sino buscar un equilibrio que respete la libertad, defienda la iniciativa privada, y garantice oportunidades reales para todos; abandonar la comodidad del dogma y abrazar el pensamiento crítico, la transparencia y la responsabilidad individual. La libertad, cuando se pierde, no vuelve sola. Es el ciudadano consciente, el que piensa y actúa, quien puede reconstruir lo que el autoritarismo ha destruido. Es tiempo de abandonar la retórica vacía y mirar la realidad con coraje. Porque si la historia nos ha mostrado algo, es que ningún régimen es eterno cuando el pueblo despierta. Porque al final, la política no se trata de ideologías inamovibles, sino de personas.
Comentarios
Publicar un comentario