Manifiesto desde los Andes

 


No necesito un mapa para saber quién soy.

Mi historia no se dibuja en fronteras, sino en mis venas.

Soy hijo del maíz y del sol, del barro y del canto.

Mi linaje viene del silencio de los abuelos que cuidaron la tierra antes de que existieran los países, y también del ruido de los barcos que cruzaron el mar creyendo traer la civilización.

Soy mestizo, y en esa palabra cabe todo el continente.

 

Nos enseñaron a dividirnos.

A creer que lo local era atraso, que lo extranjero era progreso y que lo mestizo era confusión.

Nos hicieron creer que había jerarquías en la piel, en la voz, en la forma de mirar.

Y así, nos arrancaron de raíz para vendernos un espejo roto: un ideal ajeno que no refleja quiénes somos, sino quiénes deberíamos aparentar ser.

Nos hicieron creer que la mezcla era una mancha, cuando en realidad es nuestra corona.

 

Pero en cada grieta de ese espejo sigue palpitando la verdad.

América no nació del dominio, sino de la mezcla.

De la herida y del encuentro.

Del caos y de la esperanza.

De los pueblos que resistieron con fe y alzaron la voz, y de los hijos que aprendieron a hacer belleza con las sobras del dolor.

 

Mi sangre es pura, pero no en el sentido tradicional.

Es la corriente que une al indígena, al africano, al español, al campesino, al migrante, al niño que crece entre el asfalto y el polvo de la chacra.

Cada gota lleva siglos de trabajo, de rebeldía, de amor a la tierra.

Lleva los idiomas que el poder quiso callar.

Lleva las semillas y los secretos que los abuelos escondieron para que no se extinguiera la esperanza.

 

Y sin embargo, todavía hay quienes creen que ser mestizo es no ser nada.

Que la mezcla nos diluye, que nos vuelve menos.

Cuando en realidad, es al revés.

La mezcla es la prueba viva de que podemos convivir, de que la diversidad no mata, sino que fecunda.

Que del dolor puede nacer un canto, y que de la opresión puede brotar un pueblo nuevo.

 

Ecuador, mi tierra, es un espejo de ese milagro.

Un país pequeño con alma de planeta.

Aquí la selva y la cordillera se abrazan, el agua tiene voz, los ríos tienen memoria y los bosques respiran con el pulso de la Pachamama.

Somos una nación tejida con los hilos del maíz y de la papa, del cacao, de la miel y del mar.

Y, sin embargo, seguimos siendo un país que discrimina, que mide el valor por la piel, que olvida que bajo el mismo sol no hay diferencias.

 

Basta.

Basta de la ignorancia que nos divide como si no compartiéramos la misma tierra y el mismo pan.

Basta de despreciar lo que nos hace únicos.

Basta de complejos.

 

Llevo en la piel una historia mixta y en la sangre una raíz que me recuerda que el color no define el alma.

Porque ser mestizo no es una casualidad: es una invitación a reconciliar lo que la historia partió, a unir la ciencia y la sabiduría, el progreso y la naturaleza, el cuerpo y el espíritu.

Ser mestizo es entender que no hay civilización sin raíces, ni futuro sin memoria.

 

Mi orgullo no viene de una bandera, sino de la tierra que piso.

No del cóndor en el escudo, sino del que vuela libre.

No del color que llevo, aunque amo los colores.

Mi identidad no se compra ni se enseña: se siente en la sangre, en el pulso de la montaña, en el vuelo de las colibrís, en el aroma de la lluvia, en las manos que siembran aunque el mundo olvide agradecer.

 

Yo vengo de un continente que sigue de pie.

Aunque lo hayan saqueado, aunque lo sigan explotando, aunque pretendan domesticar su espíritu.

Vengo de los que nunca se rindieron, de los que cantan mientras trabajan, de los que creen que cuidar la tierra es un acto sagrado.

 

Y por eso, hoy digo con el corazón abierto:

quiero ser este suelo que me parió, esta mezcla que me dio forma, esta voz que lleva siglos pidiendo justicia.

Mi sangre es memoria líquida.

En mis venas canta la Pachamama, recordándome que no soy dueño de nada, solo parte de todo.

 

No se trata de decir “no” al mundo, sino de decir “basta” a lo que nos niega.

Basta de sentir vergüenza de nuestra sangre.

Basta de dividirnos por lo que debería unirnos.

Basta de mirar hacia afuera cuando lo más grande está adentro.

 

Porque en cada gota de nuestra sangre hay historia, resistencia y futuro.

Porque ser de aquí es un regalo de la tierra.

Y porque llegó la hora de recordar que América no se conquista: se honra y se respeta.

 

De ahí nace la verdadera identidad: no de negar el pasado, sino de abrazarlo completo.

Por eso, cuando me miro al espejo, no busco una sola historia.

Veo ríos. Veo volcanes. Y veo selvas.

Veo a mis ancestros bailando juntos, después de siglos de lucha, entendiendo que la vida se trata de encuentro.

 

A quienes todavía dividen por color, por origen o por costumbre, solo puedo decirles que su espíritu aún no recuerda de dónde viene, pero algún día escuchará el llamado del corazón.

Porque la verdadera belleza del Ecuador está en su mezcla: en los bosques que se funden con las montañas, en la cordillera que desciende hacia el mar, en los pueblos que llevan el universo entero dentro.

 

Quiero ser lo que soy.

Una historia viva escrita en dos tintas, una canción que une mundos,

una voz que dice con orgullo: todo para todos.

Porque la vida florece donde hay respeto, y la humanidad también.

 

Ser mestizo es una bendición.

Es llevar dentro de uno la fuerza de los pueblos originarios y la contradicción del conquistador.

Es aprender a reconciliar lo irreconciliable y convertirlo en arte, en lenguaje, en vida.

 

Y que nadie, nunca más, nos haga creer que ser de aquí no es un privilegio sagrado.

A mí no me define el color, sino el vínculo con la vida que me sostiene.

Al final, todos somos hijos de la misma tierra.

 

Yo elijo sentir orgullo de mi herencia.

Y yo soy andino, carajo.

Hijo del sol y de las montañas.

Del centro del mundo hasta el infinito.

 

Es momento de reconocernos.

Comentarios

  1. Hermoso texto del corazón querido Mauri, gracias por ser siempre inspiración 🙌🏾🌱✨

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