Ecuador: entre el extractivismo y la defensa de la vida
Ecuador es, en
proporción a su tamaño, uno de los países más ricos del planeta. Su diversidad
biológica, cultural y climática lo convierte en un mosaico único: en pocas
horas es posible transitar de páramos que almacenan agua a selvas amazónicas
que oxigenan el mundo, de costas que alimentan a millones a comunidades
indígenas que preservan conocimientos ancestrales milenarios. Sin embargo, esa
abundancia convive con una paradoja. Mientras la naturaleza sostiene la vida y
ofrece oportunidades incalculables, las políticas públicas y las decisiones
económicas han tendido a verla principalmente como un recurso a explotar. La
pregunta, entonces, es urgente y trascendental: ¿seguirá Ecuador hipotecando su
futuro a través del extractivismo, o será capaz de construir un modelo de
desarrollo basado en el cuidado de lo vivo?
El modelo extractivo
ha sido presentado, durante décadas, como la salida más rápida para obtener
ingresos fiscales y divisas. La explotación petrolera, minera o maderera
promete empleo, inversión y crecimiento económico. No obstante, la evidencia
demuestra que los beneficios suelen ser temporales, concentrados en pocas manos
y acompañados de costos sociales y ambientales irreversibles. Además, estos
proyectos suelen fragmentar el tejido social, profundizar conflictos
territoriales y normalizar la violencia en las zonas más vulnerables. Y, lo más
grave, destruyen ecosistemas cuya restauración no es posible ni con todo el oro
del mundo. Un río contaminado con mercurio, un bosque amazónico arrasado o un
páramo erosionado no se recuperan en plazos útiles para la vida humana. El
resultado es un espejismo: ingresos inmediatos que, a mediano y largo plazo,
dejan tras de sí pobreza, dependencia y daños irreparables.
Pero hay otro camino.
Uno que parte de la convicción de que la naturaleza no es un recurso
inagotable, sino un patrimonio vivo. Ecuador podría convertirse en referente
mundial demostrando que cuidar puede ser más rentable que destruir. Estos
modelos no son utopías. Ya existen proyectos y comunidades que los desarrollan,
pero requieren políticas coherentes, financiamiento adecuado y un cambio
cultural que reemplace la lógica del saqueo por la lógica del cuidado. Existen
múltiples ejemplos que lo respaldan:
- La bioeconomía y los bioproductos basados en la
riqueza de la biodiversidad (superfoods, derivados apícolas, aceites
esenciales, fitomedicinas).
- El ecoturismo y el turismo cultural que atraen a
millones de personas deseosas de experiencias auténticas, ligadas a la
naturaleza y a comunidades locales.
- La agroecología y la producción sostenible que
garantizan alimentos sanos, abren mercados internacionales y fortalecen la
soberanía alimentaria.
- Los servicios ecosistémicos, como la regulación hídrica de páramos o la captura de carbono de los bosques amazónicos, cuyo valor económico ya empieza a ser reconocido en mecanismos de financiamiento climático.
El rumbo de Ecuador no
lo definirán únicamente las élites económicas y políticas (aunque
históricamente han tenido un peso determinante). También depende de la fuerza
de la sociedad civil, de los pueblos indígenas, de las organizaciones
campesinas, de los emprendedores sostenibles y de la ciudadanía que exige
coherencia. Algunas élites, muchas veces, apuestan por el corto plazo, por ingresos
inmediatos que aseguren rentabilidad y estabilidad política coyuntural. Pero la
sociedad organizada ha demostrado que puede marcar límites y abrir nuevos
horizontes, como ocurrió con el histórico referéndum por el Yasuní, donde la
ciudadanía eligió dejar el petróleo bajo tierra. Ese hecho mostró que otro tipo
de decisiones son posibles cuando la gente se pronuncia con claridad. Depender
de precios internacionales que no controlamos, normalizar la violencia en
territorios afectados por la minería o el petróleo, y aceptar la pérdida
irreversible de ecosistemas que no se pueden recuperar con ningún dinero del
mundo, es un modelo de pan para hoy y hambre para mañana.
El dilema de Ecuador
no es solo técnico ni financiero. Es una cuestión ética y cultural. Elegir
entre extraer o cuidar es, en el fondo, elegir qué tipo de país queremos ser y
qué legado dejaremos a las generaciones futuras. Un modelo basado en el cuidado
no significa renunciar al desarrollo, sino redefinirlo. Significa reconocer que
el verdadero capital está en la biodiversidad, en el agua limpia, en la cultura
viva y en la cohesión social. Significa aceptar que la riqueza de un país no se
mide únicamente en divisas, sino en la calidad de vida, en la salud de sus
ecosistemas y en la dignidad de sus pueblos. El futuro de Ecuador no se juega
solo en cifras de exportación o en el presupuesto de un año. Se juega en la
visión de un país capaz de apostar por la vida como estrategia de desarrollo. El problema está en el desequilibrio de poder: cuando las decisiones e intereses de unos pocos pesan más que la vida y el futuro de la mayoría.
Ecuador es un país privilegiado. En apenas un fragmento del mapa concentra una biodiversidad que asombra al mundo. Sin embargo, esta riqueza inmensa convive con una amenaza constante: la tentación de venderla al mejor postor. El país está en una encrucijada histórica. Puede continuar por el camino del extractivismo, con sus aparentes beneficios inmediatos y sus profundos costos a futuro. O puede apostar por un modelo innovador que lo coloque como referente global en sostenibilidad, bioeconomía y defensa de la vida. La elección no será sencilla ni inmediata. Implica tensiones, renuncias y transformaciones profundas. Pero también representa una oportunidad única: demostrar que un país pequeño puede dar una lección inmensa al planeta y mostrar que la verdadera riqueza no está en lo que se extrae, sino en lo que se protege. La pregunta está planteada. El destino no está escrito. Y la respuesta no depende solo de gobiernos y empresas, sino de cada persona que cree que cuidar es la forma más alta de producir.
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